Desde la cumbre del Calvario, y entonces, como hoy, los campos estaban netamente divididos: el odio y el amor velaban cada uno en su puesto.
Un guardia deicida prodigaba insultos y blasfemias a la santa Víctima, hasta en su agonía: "Y habiéndose sentado miraban y observaban" (Mateo, XXVII, 36). Estaban sentados en su triunfo, porque el Príncipe del mundo se creía vencedor y, sin embargo, según la palabra del Divino Maestro, iba a ser juzgado y definitivamente vencido.