Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

26.1.24

Método resumido sobre la forma de realizar la oración mental



La oración mental es una elevación y aplicación del espíritu y del corazón hacia Dios. Consta de tres partes:

- Preparación.
- Meditación.
- Conclusión.

Preparación.
La Preparación consiste en disponerse interiormente para el gran acto de la oración, por medio de algunos instantes de recogimiento.

Luego hay que ponerse en la presencia de Dios por un acto de fe, y rogarle se digne aceptarnos ante su divina majestad, supliendo con su misericordia lo que falte a nuestras disposiciones.

Se invoca fervorosamente al Espíritu Santo; se pide su asistente a la bienaventurada Virgen María, y después se lee detenidamente el asunto sobre el cual se quiere meditar.

No es, empero, de absoluta necesidad el realizar dicha lectura, pues aún sin el auxilio de un libro o de un texto puede uno escoger su asunto y representárselo vivamente. Por ejemplo: queriendo meditar sobre la muerte, me imagino hallarme ya en la última enfermedad, próximo al temible trance de la partida. O si me propongo que la meditación sea sobre la crucifixión del Señor, procuro transportarme con el pensamiento al monte Calvario, para formarme un cuadro de lo que allí pasó. Me represento al divino Redentor tendido sobre la cruz, a los verdugos inhumanos que se disponen a clavarlo en ella, a la santa Madre presenciando el sangriento espectáculo, a los soldados y el populacho burlándose, etc. etc.




Meditación.
La Meditación, o cuerpo de la oración, comprende las consideraciones - las afecciones- y las resoluciones.

Las consideraciones son reflexiones y razonamientos empleados en el asunto de la oración. Verbi gracia: queriendo meditar sobre la muerte, no sólo me figuro hallarme cerca de aquel inevitable trance, sino que considero cuán posible es -teniendo en cuenta la incertidumbre de la vida- que al día siguiente, en aquel mismo momento quizá, me vea realmente llamado por Dios para rendirle cuenta de mis obras.

En medio del cuadro que me formo de lo que tendrá lugar alrededor mío en tales momentos para acrecentar mi angustia, pienso principalmente en lo que en mi interior pasará al comprender cuan fútiles intereses han llenado mi vida, y cuánto he perdido de vista el principal, el supremo interés, que es mi salvación, la cual depende de aquella hora postrera para la que tan mal me he preparado.


Las afecciones son -como lo indica su nombre- aquellos movimientos que excitan en el corazón las consideraciones anteriores. Estos movimientos, o afectos, de santo temor de los juicios de Dios, de arrepentimiento de la vida pasada, de deseo de cambiar de conducta, de amor y reconocimiento a la bondad divina, la cual nos ha esperado durante tanto tiempo, no permitiendo a la muerte que nos sorprendiera en pecado. Estos movimientos del corazón, decimos, deben ser más y más excitados, y sostenidos tanto como podamos.


Las resoluciones, consecuencias de dichas afecciones, consisten en los buenos propósitos de corregirnos de nuestros vicios y defectos, de practicar las virtudes. En una palabra: de servir mejor que hasta el presente al Dios misericordiosísimo, a quien tanto debemos y tan mal hemos correspondido.

Conviene que no solo se tomen en general aquellas saludables resoluciones, sino que también particularmente las dirijamos a combatir los pecados habituales en los que caemos, y que demos inicio a nuestra empresa sin demoras que nos entibien el fervor. Por ejemplo: resuelvo con especial cuidado corregirme de la falta de encolerizarme con frecuencia. Pues me determino y preparo a sufrir con mansedumbre tales y cuales cosas, que siempre que ocurren me impacientan; a tratar con dulzura a cierta persona que acostumbro a ver, y contra la cual me siento habitualmente con mala disposición, etc.

Estas resoluciones se deben guardar bien en la memoria, procurando conservarlas vivas y eficaces, para lo que es conveniente renovarlas cada vez que oremos, sobre todo tratándose de combatir un pecado habitual, o una pasión que ha echado ya hondas raíces en nosotros.


Conclusión.
La Conclusión contiene tres puntos:

- Primero: agradecer al Señor las luces y buenos movimientos e impulsos que se haya servido darnos.

- Segundo: ofrecerle humildemente nuestras buenas resoluciones.

- Tercero: pedirle los auxilios de su gracia, mediante los méritos de Jesucristo, para cumplir fielmente con dichas resoluciones.

Con el mismo fin conviene también que imploremos la asistencia de la Santísima Virgen María, de nuestro buen ángel de la guarda, y demás santos protectores y/o patrones.

En caso de distracciones involuntarias, arideces o sequedades de corazón y espíritu, incapacidad misma de poder entrar en meditación, no hay que inquietarse ni abandonar la empresa con desaliento. Perseveremos un día y otro, pidiéndole al Señor que se digne sernos propicio, y si continuamos no obstante fríos y áridos, humillémonos resignados, reconociendo delante de Dios nuestra profunda miseria e incapacidad, y sometiéndonos con espíritu de penitencia al dolor de ver infructuoso nuestro laudable empeño. Con esto solo, complaceremos tanto a su Divina Majestad como con la oración mental más perfecta. La humildad y la paciencia en tales casos, son poderosos medios para que en otra ocasión se digne el Señor visitarnos con celestiales consuelos.

Como colofón a esta breve guía, decir solamente -para las personas que aseguran no serles posible la oración mental según el método descrito-, que puede suplir por él la lectura reflexiva de un asunto propio para despertar y fijar nuestro espíritu. Se elije dicho asunto, y a medida que se lee despacio y atentamente, procuraremos hacer reflexiones adecuadas, deteniéndonos en los puntos que más nos interesen, nos llamen a devoción, y nos conmuevan. De vez en cuando se levantan las miradas al cielo, o se fijan en un crucifijo, rogando al Señor se digne auxiliarnos para que, movido nuestro corazón, logremos sacar fruto de aquel ejercicio.

En todo lo demás convendrá seguir las instrucciones dadas en el primer método que acabamos de explicar.


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