¡Virgen incomparable, Eva gloriosa, que habéis reparado la ignominia de la primera! Venid a hollar en mi alma, con vuestras vencedoras plantas, los restos ponzoñosos de la serpiente. Venid, como Madre de la descendencia del nuevo Adán, a presentar mi amor y mi reconocimiento al Dios que por nosotros quiso ser vuestro Hijo.
En este día (en que nuestro Señor se sirve humillar su soberana majestad más que en la Encarnación, más que en el establo donde se sirvió nacer, más que en la Cruz donde se inmoló como víctima...), en este día en que lleva su bondad hasta el extremo de escoger por morada mi alma indignísima, desnuda de todo bien, tended, Señora, vuestro regio manto sobre esa desnudez mía, y alcanzadme alguna de vuestras preciosas virtudes, para que me embellezcan a los ojos de mi Divino Huésped.
¡Oh siempre fiel Virgen María del Carmelo! Enseñadme a amar, a servir, a conservar a Jesús; no permitáis que el enemigo a quien vencísteis me haga desterrar, como a nuestros primeros padres, de la presencia de Dios, y pues tantos favores he debido ya a vuestra poderosa protección (por la que os doy encarecidamente gracias), interceded ahora y siempre, a fin de que el Dios que hoy se digna visitarme en mi bajeza, me admita cuando yo deje el mundo en la mansión de su gloria.
Amén.
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