Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

19.7.22

Imitar la paciencia de Dios



Jesucristo, nuestro Señor, no se contentó con enseñar la paciencia de palabra, sino que la enseñó sobre todo en sus actos. En la hora de la pasión y de la cruz, cuántas befas ofensivas escuchadas pacientemente, cuántas burlas injuriosas no soportó hasta el punto de recibir salivazos, Él, que con su propia saliva había abierto los ojos a un ciego. Fue coronado de espina el que corona a los mártires con flores eternas; fue despojado de sus vestiduras el que reviste a los demás de inmortalidad; alimentado con hiel el que da un alimento celestial; obligado a beber vinagre el que nos hace participar de la copa de la salvación.

Él, el inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia, puesto en la hilera de los criminales; falsos testimonios aplastan a la Verdad Suprema; se juzga al que ha de juzgar; la Palabra de Dios, callada, es conducida al sacrificio. Después, cuando se eclipsan los astros, cuando los elementos se perturban, cuando tiembla la tierra, Él no habla, no se mueve, no revela su majestad. Hasta el final lo soporta todo con una paciencia inagotable y perfecta que encuentra su término en Cristo. Después de todo eso, todavía acoge a los homicidas, si se convierten y vuelven a Él; gracias a su paciencia, a nadie cierra su Iglesia. A sus adversarios, los blasfemos, los eternos enemigos de su nombre, no sólo los admite a su perdón si se arrepienten de su falta, sino que incluso les concede la recompensa del reino de los cielos. ¿podría alguien citar a alguno más paciente, más benévolo?

San Cipriano


Nota: San Cipriano, natural de Cartago, una vez convertido del paganismo llegó a ser obispo de su ciudad; escribe estas palabras en tiempos de persecución de la Iglesia, y sufrió el martirio (210-258).

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