Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

3.5.18

Diario de Santa Gemma Galgani [17]


Sábado, 4 de agosto 1900
Hemos llegado al sábado: es el día destinado para ver a mi Mamá, pero ¿qué debo esperar?

Al fin he llegado a esta tarde ([También aquí Gema comienza a escribir el sábado por la tarde, para continuar el domingo siguiente]). Me he puesto a rezar el rosario de los Dolores. En principio estaba resignada, quiero decir, que me había conformado con el querer divino de pasar aquel sábado sin ver a Nuestra Señora de los Dolores; pero a Jesús le bastó mi intención y me contentó. No sé a qué punto del rezo me sentí recogida interiormente: al recogimiento, como de ordinario, sucedió bien pronto la pérdida de la cabeza, y sin darme cuenta me hallé en presencia (según a mí me pareció) de Nuestra Señora de los Dolores.




Apenas la vi, sentí un poco de miedo. Hice lo posible por cerciorarme de que de verdad era la Mamá de Jesús: ella me dio pruebas inequívocas de serlo. Pasados unos instantes, me sentí llena de alegría; pero fue tanta mi emoción al verme tan indigna delante de ella, y tanta mi alegría, que no pude pronunciar palabra, contentándome con repetir el nombre de mamá.

Ella me miraba fijamente y me sonreía; se acercó para acariciarme y me dijo que me tranquilizase. Imposible, la satisfacción y la emoción crecían, por lo que ella, temiendo tal vez no me hiciera mal (como otras veces ha sucedido,  en efecto, sin yo notarlo, el corazón, por el consuelo que encontraba en ver a Jesús, comenzó a latir con tanta fuerza que me vi obligada, por mandato del Confesor, a ceñirme en ese lado una faja muy apretada), me dejó, diciéndome que me fuera a descansar. Obedecí enseguida, en un segundo me fui a la cama y no tardó en volver; entonces ya me calmé.

+ Debo decir que en el primer momento en que veo estas cosas, estas imágenes (en las que muy bien puedo engañarme), siento miedo, pero al miedo sucede muy pronto la alegría ([Óptima señal para distinguir las apariciones celestiales de las diabólicas, las cuales causan, en cambio, al principio alegría, pero luego dejan en el alma turbación y tristeza]). Pero, sea de ello lo que fuere, yo digo lo que siento. Le hablé de algunas cosas mías, la principal fue que me llevase con ella al paraíso; me respondió:

- Hija, todavía tienes que sufrir.

- Allí sufriré - quería decirle - en el paraíso.

- No - me replicó- en el paraíso ya no se sufre; pero pronto te llevaré.

Estaba junto a la cama, era muy hermosa y yo no me cansaba de mirarla. Le recomendé a mí, pecador, ella sonrió: fue buena señal. También le recomendé a varias personas que me son queridas, en especial aquellas con las que tengo un deber tan grande de gratitud. Esto debo hacerlo también por orden de mi Confesor, el que la última vez me dijo que pidiese fervorosamente por ellas a la Virgen de los Dolores, pues ya que yo no puedo hacer nada por ellas, que supla la Virgen Santísima, concediéndoles toda gracia.

Temía que me iba a dejar de un momento a otro, y por eso la llamaba muchas veces, diciéndole que me llevase con ella. Su presencia hizo olvidarme de mi protector el Cohermano Gabriel. Le pregunté por él y por qué no me lo había traído; me dijo:

- Porque el Cohermano Gabriel quiere de ti una obediencia más exacta.

Tenía que decirme una cosa para el Padre Germán; pero a esto último no me respondió.

Mientras hablábamos, me soltó la mano que me tenía cogida; no quería yo que se fuera, estaba a punto de llorar y me dijo:

- Hija mía, basta; Jesús quiere de ti este sacrificio, te conviene que yo me vaya por ahora.

Sus palabras me tranquilizaron: respondí serenamente:

- Pues bien, el sacrificio está hecho.

Me dejó. ¿Quién podrá describir al por menor lo hermosa y amable que es la Madre celestial? No, no hay cosa que se la pueda comparar. ¿Cuándo tendré la suerte de verla otra vez?

Santa Gemma Galgani | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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