La venerable madre Juana Bautista de Santa Teresa, de la ciudad de Nápoles, fue tiernísima devota de las ánimas del Santo purgatorio, y siendo religiosa en el convento de San José, en el que entró con gran deseo de servir al Señor perfectísimamente, dejando muchas ventajas que le ofrecieron en otros conventos (entre los que se encontraba uno fundado por sus abuelos), era penitente, humilde y muy aplicada a la oración, y salía de estar orando tan encendida de amor de Dios, que contagiaba a las demás religiosas.
Siendo priora (cargo que ocupó dos veces), ordenaba hacer rogativas por ellas, y ella misma cuanto hacía todo lo aplicaba al beneficio de las ánimas del purgatorio. Las ansias de padecer fueron grandes, con el fin de imitar en algo al Señor Crucificado, y de aliviar con su padecer las ánimas, y el Señor la consoló con imposibilitarla de una pierna, y por siete años estuvo recluida en una celda, la mayoría de las noches sin poderse consolar debido a la violencia de los dolores, y decía con edificación de todos que era muy poco lo que padecía respecto a lo que merecían sus culpas: "oh, Señor, enviad a mi corazón una centellita del amor que os tuvo esta inocente alma, para que yo os ame como debo".
En su cama no tenía colchón, ni cubierta, tan solo dos tablas y un gergón de paja. Rechazaba el recibir regalos, y más aún estando enferma, y decía que todos debían contentarse en la pobreza de ser Descalzos. No solo eso, sino que en la misma enfermedad pedía nuevos modos de padecer. Algunas veces la encontraban sentada en la silla, con los brazos en cruz, y era tan habituada en la presencia del Señor, que aún soñando prorrumpía en afectos amorosos que enternecían a las demás.
Cuando los dolores no eran muy intensos rogaba a la religiosa que la servía que la llevase a oír misa, y a comunicar por las ánimas, y asistía a la misa con tanta devoción en su silla, que todas la veneraban como santa.
Regresando un día de este devoto ejercicio a su celda, tropezó en un ladrillo y, sin que la religiosa la pudiera ayudar, cayó en el suelo. Acudieron todas a las voces de la enfermera, que lloraba su descuido, y acompañándola las demás por verla lastimada, la sierva del Señor las consolaba, y con alegría disculpaba y acariciaba a la enfermera. Desde entonces no pudo salir más a las oraciones comunitarias, y en breve pasó al descanso eterno mientras rezaba la Salve Regina, de la cual fue muy devota, y que pudiera ser porque aquella Reina de los Ángeles, y Madre de Carmelitas, le hiciese algún favor particular con su asistencia, el cual se ignora.
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