Consideremos siempre al ir a visitar a nuestro Señor Sacramentado, no sólo la grandeza suprema y la santidad divina de Aquel a cuyos pies vamos a rendir nuestro homenaje; no sólo la pequeñez y la miseria nuestra, que nos hacen indignísimos del alto honor que tendremos llegando hasta nuestro Dios realmente presente en el altar; sino también el exceso de amor que nos prueba la institución admirable de tan augusto sacramento. Jesucristo se ha dignado, por medio de él, habitar siempre entre nosotros, haciendo sus delicias -según sus palabras adorables- de conversar con los hombres.
En la Eucaristía, en ese trono de su infinita bondad, se ocultan -desaparecen digámoslo así- los eternos resplandores de su gloria para no intimidarnos, y sólo resalta la inmensa profundidad de su misericordia para atraernos e inspirarnos confianza. Desde allí dice poderosamente a nuestros corazones aquellas divinas frases, que la ingratitud más vil no puede escuchar sin avergonzarse de sí mismo: