Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

17.10.17

Los remordimientos de los que se pierden


Vermis eorum non morítur.
El gusano de aquéllos no muere. (Marcos 9, 47)..


Este gusano que no muere nunca significa, según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el infierno. Muchos serán los remordimientos con que la conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor: el considerar la nada de las cosas por las que el réprobo se ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse, y el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato de lentejas por el cual vendió su derecho de primogenitura, se apenó tanto por haber consentido en tal pérdida, que, como dice la Escritura (Gn., 27, 34), se lamentó con grandes alaridos.




¡Oh, con qué gemidos y clamores se quejarán los réprobos al ponderar que por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a continua e interminable muerte! Más amargamente llorarán que Jonatas, sentenciado a morir por orden de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un poco de miel (1 S., 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto mal! Sueño de un instante nos parece nuestra vida pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años, y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está comenzando? Y, además, los cincuenta años de vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de placer?

El pecador que vive sin Dios, ¿goza siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de penas y aflicciones. ¿Qué le parecerán, pues, al pecador infeliz esos breves momentos de deleite? ¿Qué le parecerá, sobre todo, el último pecado por el cual se condenó? "¡Por un vil placer, que duró un instante, y que como el humo se disipó -exclamará-, he de arder en estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad!".

Oración:

Dadme luz, Señor, para conocer mi maldad en ofenderte, y la pena eterna que por ello merecí. Gran dolor siento, Dios mío, de haberos ofendido, y ese dolor me consuela y alivia. Porque si me hubierais enviado al infierno, que he merecido, el remordimiento sería allí mi castigo mayor, al considerar la miseria y vileza de las cosas que produjeron mi perdurable desventura. Mas ahora el dolor reanima y consuela y me infunde esperanza de alcanzar perdón, puesto que ofrecisteis perdonar al que se arrepiente.
Sí, Dios y Señor mío; me arrepiento de haberos ultrajado; abrazo con alegría esa pena dulcísima del dolor de mis culpas, y os ruego que me la acrecentéis y conservéis hasta la muerte, a fin de que no deje jamás de llorar mis pecados.
Perdonadme, Jesús y Redentor mío, que por tener misericordia de mí no la tuvisteis de Vos mismo, y os condenasteis a morir de dolor para librarme del infierno. ¡Tened piedad de mí! Haced, pues, que mi corazón se halle siempre contrito y, a la vez, inflamado en vuestro amor, ya que tanto me habéis amado y sufrido con tanta paciencia, y en vez de castigarme me colmáis de luz y de gracia. Gracias te doy, Jesús mío, y te amo con todo mi corazón. Y puesto que no sabes despreciar a quien te ama, no apartes de mí tu divino rostro. Acógeme en tu gracia y no permitas que la vuelva a perder.
María, Madre y Señora nuestra, recíbeme por siervo tuyo, y unidme tu Hijo Jesús. Ruégale que me perdone y que me conceda, con el don de su amor, el de la perseverancia final. Amén.



Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria (principaliter dolebunt, quod pro nihilo damnati sunt, et faciliime vitam poterant consequi sempíternam). Él segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

Se apareció un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: "Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas. Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí".

Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor, que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo. (Ap., 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer., 8, 20). "¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo. ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?".

Sin duda, el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.

Oración:

¿Cómo pudiste, Jesús mío, sufrirme tanto? Mil veces me aparté de Ti, y otras tantas viniste a buscarme; te ofendí, y me perdonaste; volví a ofenderte, y todavía me concediste perdón. Haz, Señor, que participe de aquel vivo dolor que con sudores de sangre tuviste por mis pecados en el huerto de Getsemaní.
Duéleme, carísimo Redentor mió, de haber tan indignamente despreciado tu amor. ¡Oh malditos deleites, os maldigo y detesto, porque me habéis privado de la gracia de Dios!
Amado Redentor mío, os amo sobre todas las cosas; renuncio a todos los placeres ilícitos, y propongo morir mil veces antes que ofenderos más. Por aquel afecto con que en la cruz me amaste y ofreciste la vida por mí, concédeme luz y fuerza para resistir a la tentación y pedir tu auxilio poderoso.
¡Oh María, mi amparo y mi esperanza, que todo lo consigues de Dios, alcánzame que no me aparte nunca de su amor santísimo!



Considerar el alto bien que han perdido, será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena, como dice San Juan Crisóstomo, será más grave por la privación de la gloria que por los mismos dolores del infierno (plus coelo torquentur, quam gebenna).

"Déme Dios cuarenta años de reinado, y renuncio gustosa al paraíso", decía la infeliz princesa Isabel de Inglaterra. Obtuvo los cuarenta años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida, ¿qué dirá? Seguramente no pensará lo mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello, quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de donde nunca podrá salir, y del cual nadie le librará.

Verá cómo se salvaron muchos de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos, procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el Señor y te enviará a padecer eternamente entre aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error (Sb., 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar, piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen Santísima. La idea del infierno podrá librarte del infierno mismo, "acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás" (Ecl., 7, 40), porque ese pensamiento te hará recurrir a Dios.

Oración:

¡Ah, Soberano Bien! ¡Cuántas veces os perdí por nada, y cuántas merecía perderos para siempre! Pero me reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3): "alégrese el corazón de los que buscan al Señor". No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra gracia y amistad, si de veras os busco.
Si, Señor mío; ahora suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido.
¡Oh Dios mío, a quien menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os halle, porque no quiero perderos más! Admitidme de nuevo en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amaros únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra misericordia.
Eterno Padre, oídme: por amor de Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese, con harta causa temería que me abandonaseis.
¡Oh María, esperanza de pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto, a fin de que jamás me separe de mi Redentor!


San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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