Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

17.8.17

La venerable Catalina de Cardona (o la española "Francisco de Asís" ignorada)


Ya hemos hablado en otras ocasiones de Catalina de Cardona, una ermitaña que decidió salir de su vida acomodada para vivir en la más absoluta soledad en una ermita. Si esta virgen que decidió retirarse de su vida opulenta a la soledad y pobreza, renunciando a todo y eligiendo a la miseria por compañera, hubiera vivido en tiempos de Asís en Italia, o fuese hombre, probablemente fuese tan admirada como el mismo San Francisco. De hecho, ni tan siquiera es considerada beata (su título actual es de venerable) por la Iglesia. Se cuenta que en una ocasión en que las puertas del palacio donde vivía estaban cerradas, perseveraba orando para que Dios la liberase del demonio, el mundo, y la carne. Estando en esta oración, vio que la cruz que al cuello solía llevar se quedaba suspendida en el aire, y dándole la espalda a ella, se fue hacia la ventana mientras Catalina oía una voz que le decía: "sígueme".

Ella se puso en pie, y de improviso se vio en la calle, sin saber cómo había llegado allí porque la ventana de su estancia estaba cerrada, y tenía rejas. Se dirigió hacia unos ermitaños que conocía (el padre Piña), y tras conocer el episodio de su huida, le cortaron los cabellos, le pusieron un hábito de ermitaño, a lo cual ella clamó:

"No más flaquezas, no más miedos: esta es voluntad de la mano del Excelso: esperemos, pues, en Él, corazón mío, lo que falta, no me dejará en el mayor aprieto". Conviene no olvidar que en aquellos tiempos que una mujer hiciera vida de ermitaña era algo inusual, se pensaba que no estaba hecha para ellas ese tipo de sacrificios porque su naturaleza "más débil" no podría sobrellevarla. Por eso, muchas de las que querían tener una vida retirada se hacían monjas o religiosas en conventos, para vivir en comunidad, y los solitarios eran, la gran mayoría, hombres.




Como ajuar, Catalina llevó consigo material de mortificación: cilicios, cadenas, y "varias peregrinas invenciones" para atormentar su cuerpo. Era tal la cantidad de este tipo de instrumental que llevaba consigo, que fue ayudada por los otros ermitaños. En las Fundaciones (capítulo 27), Santa Teresa de Jesús cuenta:

"Más que amor debía de llevar, pues ni tenía cuidado de lo que había de comer, ni los peligros que la podían suceder, ni la infamia que podía haber cuando se supiese. Qué borracha -de amor- debía de ir esta santa alma, embebida en que ninguno la estorbase de gozar de su esposo, y que determinada de no querer más mundo, pues así iba privada de todos sus contentos".

Pidieron licencia al obispo de Cuenca, para que le diera autoridad para fundar una ermita, y éste le permitió que fundase una ermita en cualquier parte de su obispado a la devoción (santo, santa...) que quisiera. Llegaron pues cerca de la Roda, y en Vala de Rey divisaron un cerrillo, y en sus faldas dijo a uno de los ermitaños: "en este lugar quiere Dios haga mi habitación, no podemos más adelante". Buscaron el lugar más acomodado que les protegiera de los temporales, y vieron un pequeño hueco que parecía "más madriguera de raposa, que celda de ermitaño: la boca angosta, la capacidad interior no era ni suficiente para un cuerpo ni a lo alto, ni a lo largo". Aún así, hicieron allí una portezuela con ramas que encontraron, y cubrieron la entrada.

Tras esta frugal "instalación", los dos ermitaños que acompañaban a Catalina (el padre Piña y un ermitaño más), dejaron a la muchacha en aquella soledad, con solo tres panes como toda provisión. Ella, que había visto y comido en suculentas mesas de reyes muy bien provistas, se encontraba ahora con tres hogazas, pero más contenta que antes. Era el año de 1562, y mientras la madre Santa Teresa de Jesús comienza la restauración (y renovación) del Carmelo en Ávila, fundando el convento para mujeres, la virgen Catalina de Cardona cambia de vida como una anacoreta de Elías.

Cuentan que tras la marcha de los ermitaños, viéndose en la completa soledad de aquél páramo, nuestra valerosa ermitaña se vio libre y dichosa hasta el punto que besó, hincada de rodillas, la tierra, escabel de los pies de Dios, dándole a Su Majestad las gracias con fervor, por haberla sacado del Egipto de las falsedades al desierto de la soledad, digno templo de su grandeza. Invocó luego el favor de la Virgen, y su continuo amparo, y llamó a los Ángeles de su guarda, para que asistiesen a la invisible guerra que habría de librar que con el enemigo sin carne iba a comenzar. Pidió a sus santos devotos intercesiones, fiándose de ellos, y no de sus propios brazos, y saludó a todas las criaturas que desde aquellos altos oteros descubría, tan verdaderas como mudas, tan fieles en amistad, como firmes en sus obras. Pidióles la recibiesen como vecina suya, y por amiga, ofreciéndoles su amor y compañía.

Dio al resto del mundo, a la sociedad vacía y vana, libelo de repudio. "Adiós, hombres -decía-, mientras más domésticos y cercanos, más enemigos. Adiós parientes, adiós amigos raras veces del alma, y siempre de vuestras propias comodidades. A ti quiero, río, por amigo, y por maestro, porque me enseñas a buscar a mi Dios, con el ansia en que tú buscas el mar, que es tu principio y centro. A ti amaré, tierra, porque pisada nunca dejas de dar beneficio, dando bien por mal. En ti, sol, vaso admirable, obra del Excelso, contemplaré la perpetuidad, y la igualdad con que repartes tu luz a los mortales, no diferenciando al malo del bueno. ¡Oh, astros, vosotros seréis mis consejeros, mis amigos, y mis maestros!".

De esta manera conservaba aquel espanto de los siglos en aquellas dilatadas soledades. Y entendiendo que, en la muerte del cuerpo estaba la vida del alma, así se armó contra él como contra enemigo mortal: lo estrechó en la angostadura de la celda que describimos antes, dióle por cama el suelo, húmedo en invierno, caliente en verano; con no más defensa del ayuno helado, la almohada fue una piedra dura, la manta el pobre hábito, el ajuar cilicios, cadenas e instrumentos de tortura. Por todo oratorio, la cruz de Cristo que consigo llevaba. Tenía por costumbre ir poniendo cruces de palos por el monte, para ir pasar a su lado haciendo ejercicios de devoción.


Los domingos, fiestas de guardar y demás solemnidades, acudía a la iglesia de Nuestra Señora de la Fuensanta, de religiosos trinitarios, que distaba poco más de media legua (unos tres kilómetros), y muchas veces realizaba este viaje de rodillas. Allí iba a recibir los santos sacramentos, y para confesarse eligió un sacerdote ante el cual jamás mostró el rostro, de hecho disimulaba la voz para aparentar que era un hombre quien se confesaba, con el fin de que no la tratase ni menos arduamente, ni caprichosamente.

En la iglesia, la devota ermitaña mantenía silencio absoluto, y dado que llamaba la atención de los religiosos y de la gente que acudía allí, por no soler ver nada semejante, enseguida se quisieron interesar por su vida. Si le hablaban de cosas que ella consideraba vanas, respondía con el silencio, de lo contrario daba unas pocas palabras, con modestia y edificación.

Al retirarse a su ermita, para intentar evadirse de ojos curiosos que la buscaban, realizaba diferentes rutas, yéndose por caminos distintos, y cuando encontraba extraños los ignoraba. Esto le suponía no poca mortificación, porque debido a que carecía de calzado, el terreno quebradizo, rocoso y espinoso, le producían llagas y marcas.

En textos que ya aparecen pocos siglos después, contando la vida que llevaba, se describía también su sustento: acabados los tres panes, comía las hierbas que encontraba por el campo, no cocidas, sino crudas, y comiéndolas de la misma tierra, como una oveja, para dar a su cuerpo trabajo, y satisfacción a su alma con tan singular humillación. Todos estos ayunos los mantenía durante todo el año, sin diferenciar tiempos ni solemnidades.

Bajo el hábito vestía túnicas de duro esparto anudado, o con tejido áspero, y las acompañaba de cardos, de cadenas y de puntas afiladas para no dejar descansar ninguna parte de su cuerpo. Sus disciplinas eran tan numerosas, que casi se sobreponían unas a otras: de una, dos, y a veces tres horas. Mientras se mortificaba con alfileres, rosetas e instrumentos de flagelación, representaba a Dios sus pecados, los del pueblo, los de todo el mundo, y rogaba por las ánimas del purgatorio y por todos los pecadores. Era tanta la sangre que a veces manaba de sus heridas, que en una ocasión siendo hospedada en el Convento de Toledo, una religiosa, después de haberla esperado tres horas enteras para que diese fin a tan rigurosísima disciplina, decidió empujar la puerta y accediendo, la encontró limpiando un cilicio con su sangre y dispuesta a atormentarse de nuevo en su carne. Acudiendo la priora, les dijo que quien había visto como ella las penas del infierno y del purgatorio, no debía de cesar de atormentarse rigurosísimamente, para verse libre de ellas, y librar a sus hermanos, en cuyo beneficio se sacrificaba. Esto quedó escrito en la misma crónica del monasterio (libro 3, folio 595).

Era considerada santa ya en vida, y Dios la dotó de prodigios numerosísimos. El padre Gastar de Salazar, rector en Cuenca, que la conoció en vida, la comparaba a la mismísima Santa Teresa de Jesús, y que podría haber servido como autora de religión tal como la santa refundadora del Carmelo. Sin embargo, en contraposición con Santa Teresa, Catalina de Cardona rehuía de escribir o mostrar nada de lo que vivía en su interioridad y misticismo. Solo a ojos perspicaces se descubría la alegría perpetua en su rostro, la suavidad de su condición, la sencillez de su trato, la inocencia de su proceder, el olvido de todo lo visible, el aborrecimiento íntimo de toda ofensa, el sumo gusto que en las oraciones y prácticas a Dios mostraba. Si alguna persona pudo decir con David, que las palabras de Dios le eran más dulces que un panal de miel, esa es nuestra ermitaña.

No sobra el tiempo a quien bien lo ocupa: la bendita ermitaña no dejaba pasar un instante sin aprovechar. Gran parte del día lo dedicaba a la oración vocal; la noche, a la mental, porque de oración mental ni aun de día se apartaba, porque oraba en todo tiempo con el espíritu, y la lengua pronunciaba lo que él sentía, asistiendo siempre a la presencia de Dios. Nada dejó de hacer para salir del sueño: la cama dura, la abstinencia estrecha, los golpes, las espinas y mortificaciones, de todo se servía para ahuyentar el sueño y realizar oración, contentándose solo con una hora de descanso y, cuando mucho, otra media, y en medio le hacía despertar el ansia de la oración.

Era bien conocido su dominio sobre las criaturas (una realidad que por el pecado de Adan se perdió), y a su ermita acudían todo tipo de animales en manadas para dejarse acompañar por ella. El demonio intentaba por todos los medios tentarla, y no había figura espantosa que no se le presentase para turbar su espíritu, pero de todas se reía, y contra todos levantaba su crucifijo, diciendo:

"Gente ruin, ¿para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué os hacéis bestias, siendo ángeles? Siendo ya vencidos de mi Señor, ¿para qué porfiáis sabiendo que os conozco? La misma soy que ayer, no sacaréis más fruto hoy de mí, mientras la virtud del Altísimo me fortaleciere. Ejecutad todo el poder que os es dado, que la corona me aumentáis, y vuestra afrenta buscáis".

Cuando tenía que relatar alguna de estas cosas, solo lo decía para gloria de Dios y para que Su Nombre fuese glorificado.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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